RANCUL Y SU TRENZA
Cuento breve de Patricia
Hart
Todos los Derechos
Reservados
Teatro y Neurociencias
Rancul, lucía una trenza renegrida y lustrosa que le
llegaba hasta detrás de las rodillas. Le dedicaba particulares cuidados. Sobre
todo durante la invernada, cuando las temperaturas eran de veinte grados bajo
cero. No había quien aguante. Todo lo que no estaba resguardado y protegido se
congelaba y se partía con facilidad. Era hijo del cacique.
Siendo chico, a todos los miembros de
la tribu les había llamado la atención la velocidad con que le crecía el pelo.
La madre primero y las demás mujeres después se encargaron de trenzárselo durante su infancia. A todas ellas les producía una mezcla de envidia y
admiración, ya que lucir una trenza de esas características era una cualidad
femenina, muy atractiva para el sexo opuesto.
Cada tres días, rigurosamente, tenía lugar este rito.
Quien sabe si fue la madre quien lo cargó de connotaciones mágicas. Lo cierto
es que la repetición, transformó en creencia el hecho de que no debía alterarse
el ciclo, a riesgo de que se produjera alguna desgracia.
Igual
que los jóvenes de su edad desarrolló todas las condiciones de un guerrero. Tal
vez si se los comparaba, él superaba a los demás en estos asuntos, ya que la
resistencia, la habilidad y la fortaleza, condiciones imprescindibles para los
varones de la tribu, eran las características que lo destacaban.
Particularmente en ese tiempo, las luchas
tribales por lograr la hegemonía de la región
les demandaban todos sus esfuerzos. También, algunas parcialidades
étnicas, aliadas a los colonizadores, les significaban peligros que debían
enfrentar.
No
importa dónde estuviesen, pero cada tres días, él deshacía su trenza, lavaba y
cepillaba su pelo, lo cubría de aceites protectores y volvía a trenzarla.
Si estaba en la aldea, eran las mujeres quienes lo
asistían gustosas. Pero si se encontraba en una partida con otros guerreros, la
cosa se complicaba.
Solía
suceder que durante la noche que seguía a algún enfrentamiento con vecinos hostiles, ellos
armaban sus tiendas cerca del campo de batalla. Allí se curaban las heridas, se
alimentaban, aseguraban la tropilla y reparaban sus armas. Pero cuando Rancul
soltaba su trenza, el día indicado y no
otro, todos los guerreros inevitablemente interrumpían sus actividades. La
imagen del pelo suelto sobre la espalda desnuda los desubicaba. La escena los
remitía a íntimas situaciones con sus compañeras. El deseo los hostigaba. Los
guerreros más bravos eran los primeros en acercarse a Rancul. Lo rodeaban como
un séquito y se ofrecían para ayudarlo
en su tarea, adoptando actitudes agresivas entre ellos y mal disimulando sus
instintos. Sin embargo, las manos que horas antes habían clavado lanzas en los
cuerpos de sus enemigos, ahora se afanaban con delicadeza para no quebrar ni un
pelo de la provocativa cabellera.
Rancul
no podía evitar la repetición de actitudes femeninas, de tanto tiempo que había
compartido con el grupo de mujeres dedicadas a su trenza. Estos gestos y
mohines no se manifestaban durante el transcurso de las luchas. Igual que los
otros, su desenvolvimiento estaba a la altura de la situación. Como si fueran
dos personas en una, alternaba con toda naturalidad su comportamiento. Durante
el combate era un hombre. Durante su arreglo era una mujer.
Una
noche, después de una ardorosa batalla con una tribu enemiga, los jóvenes guerreros, entre los que se
encontraba Rancul, festejaron la
victoria en la aldea de los vencidos. Tomaron posesión sobre el territorio,
degollaron a todos los miembros de la tribu y les comieron el hígado a los bravos principales para apropiarse de
sus fuerzas. Encontraron vasijas llenas de chicha
recién elaborada y la bebieron. Se hartaron de carne de llama, de quínoa
tostada y maíz.
Uno de los guerreros mas destacados comentó
a los otros el hecho de no haber dejado con vida a alguna de las mujeres para
completar el rito vencedor. Un tenso
silencio partió la algarabía. Todos
pensaron en Rancul. Todos miraron a
Rancul, que permanecía sentado, a una distancia relativamente corta,
relativamente larga.
A sabiendas de que no era el tiempo, le
pidieron que soltara su trenza y lo rodearon, guiados más que por la ebriedad y
la excitación del triunfo, por la necesidad postergada, hartos de ocultar sus deseos
en tantas noches confusas.
Los primeros llegaron tambaleándose y
manotearon torpemente el extremo de la trenza, desarmándola.
Rancul se incorporó violentamente en
clara actitud de pelea. Los enfrentó creyendo que estaban poseídos por el
espíritu de sus enemigos que buscaban venganza y lo elegían para sacrificarlo.
Los otros malentendieron esta acción. La
consideraron como la afirmación de la entrega y avanzaron trastornados hacia él,
peleando entre ellos para transformarse en el primero que lo poseyera.
Cayeron uno por uno, lanceados por
Rancul.
Con los estertores del último guerrero
coincidió el amanecer de un nuevo día. Era ese y no el anterior el asignado
para el arreglo de su trenza. Ciertamente la predicción de desgracia ante la
ruptura del rito había tenido lugar.
Con el pelo revuelto y el cuerpo
ensangrentado subió a su cabalgadura y emprendió el regreso.
Las mujeres de la tribu lo vieron llegar,
solo, seguido por la tropilla sin jinetes. Todas supusieron que sus hombres
habían sido derrotados y que no volverían a verlos, lo cual era cierto.
Durante horas esperaron en vano que
Rancul les relatase lo sucedido mientras algunas le aplicaban ungüentos sobre
las heridas, otras lo reconfortaban con cánticos y otras le trenzaban el pelo.
Esperaron días hasta que se curaron las
heridas de Rancul.
Continuaron esperando en la sucesión de
heladas y el florecimiento de las acacias
Y cuando nuevos hombres habitaron la
tribu, dejaron de esperar.
Para ese entonces Rancul era una de ellas
y mantenía el silencio.
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