Cuento breve de Patricia Hart
Todos los Derechos Reservados
Ahora, que ha dejado de succionarme con
la pluma y que lo puedo ver con toda nitidez sentado en su sillón y la cabeza
caída sobre el papel recién escrito, me he propuesto hablar. Y cuando digo
hablar me refiero a eso, al don de la palabra hablada. No escrita ni pensada,
(pido perdón por la rima involuntaria pero estoy furioso) porque eso hace rato
que lo hago. El estaba convencido de que los pensamientos salían de su cabeza.
Se vanagloriaba de sus éxitos. Los jurados le entregaban los premios sin saber
que era a mí a quien debían premiar. ¡Tanto trabajo! Si al menos me hubiera
agradecido.
Al principio yo no tenía conciencia. De
tanto succionarme, de tanto sacar y sacar, me fueron quedando vacíos que
combinados con la sustancia de la que estoy hecho fueron deformando mis perfiles.
Lo que me irritaba sobre manera era cuando me revolvía y deshacía mis
contornos. O cuando dejaba tiradas partes de mí en cualquier lugar por descuido
o por desinterés. Sabía que no regresarían nunca, que no volverían a
pertenecerme. ¡Peor todavía! Sabía que los demás se iban a encargar de hacerme
desaparecer cuando me viesen.
Al año de estar con él pensé el
argumento, “La saga de los merodeadores”
Fue durante un verano muy caluroso,
antes de la revolución del cincuenta y cinco. Debo aclarar que yo sufro mucho
el calor, no se, siento que me seco, no resisto el sol. La cuestión es que a
pesar de las temperaturas las ideas me surgían ordenadas, atractivas, inquietantes.
Y él absorbía mis pensamientos y escribía. Fue un éxito. ¿Me dijo algo? No. Ni
una palabra.
Sólo me dejaba en paz cuando escuchaba el
noticiero por la radio o la transmisión en vivo de los conciertos del Colón.
Inevitablemente yo también me actualizaba. Se me ocurrió entonces hacer notas
sobre los acontecimientos políticos, aunque no debo subestimar la capacidad que
desarrollé para realizar críticas musicales. Una genialidad. ¿Qué hizo él?
Mandó mis notas a los diarios y le llovieron ofertas de todos los medios. Hasta
del New York Times le ofrecieron un puesto. Y la televisión de Montreal lo tentó con un proyecto cultural
entre países.
Durante tres años se apropió de todos y cada uno de mis pensamientos, que
fueron muchos. Cuatro novelas, mil doscientos artículos, treinta y dos ensayos.
Ya perdí la cuenta. Mi padecimiento ante su ingratitud se me hizo intolerable.
Por eso hoy después que me torturó con su pluma dispuesto a plagiar (como era
su costumbre) el principio de mi nueva novela, es que decidí hablar. -- Le
grité ¡Basta! ¡Cretino! ¡Canalla! ¡Mal parido!
El, con la pluma en la mano, me vio a mí,
al tintero. Se quedó con la boca abierta, quiso hablar y no pudo. Su cabeza se
desplomó sobre la primera frase escrita.
Al día siguiente, la policía lo encontró
en la misma posición en que yo lo había dejado. Uno de los oficiales movió el
cuerpo y vio mis partes secas en su frente. Puedo suponer, que antes de meterlo
en el cajón, intentarán borrarme de su rostro.
Mejor, así no quedo pegado a él. Además, soy muy joven para que me
entierren. Otro de los oficiales dijo sorprendido --¡Qué raro este tipo! ¿Por
qué no usaba máquina de escribir?—
Claro, yo no quería responderle, tampoco me
convenía decirle que no pude seguir soportando tanta desconsideración. A ver si
todavía, en una de esas, termino entre rejas o lo que es peor, en el escritorio
del comisario. ¡Dios no quiera ese destino para mí!
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